Dio resultado la pelea puerta a puerta, voto a voto, típica del peronismo genuino. El empuje incomparable de la locomotora bonaerense de Axel Kicillof, la clausura de todas las filtraciones de votos que permitieron muchos gobernadores e intendentes en las internas del 13 de agosto pasado, la gestión como ministro de Economía y su campaña simultánea como candidato de Segio Tomás Massa, junto al alineamiento de un conglomerado gigantesco de fuerzas sociales, partidarias, sindicales, empresariales lo hicieron posible: el peronismo, una vez más, esquivó todas las adversidades, logró un triunfo épico en la primera vuelta de las elecciones generales argentinas de 2023 e instaló a su candidato como el de mayores posibilidades de alzarse con la victoria presidencial el próximo 19 de noviembre.
Escribe: Carlos Villalba
Fue la primera batalla de una guerra que determinará el destino de las próximas décadas entre el liberalismo que apuesta al mercado sin límites y en beneficio de las corporaciones económicas y la defensa de la participación estatal como amortiguadora de las desigualdades materiales, en salud, educación, vivienda, agua potable… Este sector, en la Argentina, básicamente se denomina “peronismo”. El otro bloque se planta con distintos mascarones de proa, desde Mauricio Macri hasta el ultraliberal antiestatista Javier Milei (Patricia Bullrich dejó de serlo ayer mismo, aplastada por el escaso 23,8% que votó a su Juntos por el Cambio, que también empezó su descomposición).
Para muchas y muchos fueron los días, semanas, meses de la
máxima angustia electoral en sus cortas o largas vidas ciudadanas, ante la posibilidad
de que el país conocido quedase sepultado bajo una aplanadora antiestatal,
antiderechos y negacionista, con ruptura del pacto democrático de 40 años de
gobiernos constitucionales ininterrumpidos. Cruzando la vereda, también lo
fueron para muchas y muchos que creyeron en la oferta de un “libertario” cuyas
propuestas apuntan a cercenar las principales libertades conquistadas por el
pueblo argentino y creyeron tener a mano, por fin, los destinos de un cambio,
sin entrar en detalles.
Las urnas cerraron a las 18. Una hora, 70 minutos después, comenzaron a filtrarse los números mágicos de mesas aisladas en todo el país. A las 19.30, sin tener datos muestrales, el aroma a “ola” popular empezó a llegar hasta las pituitarias de analistas y cronistas con buena lectura de esos datos sueltos. Un rato más y las caras televisivas de la Cadena de Propaganda Privada de las corporaciones económicas —que impone modas y candidatos en la Argentina— mostraron el rostro de la derrota y empezaron a buscar responsables. La candidatura macrista ya era cadáver y Massa levantó 9.42 sobre los 27.28 puntos de la interna hasta los 36,7 provisorios y desplazó a Milei al segundo puesto con sus casi 30 (29.98) actuales, prácticamente idénticos a los 29.86 que obtuvo en las PASO.
Axel, locomotora del triunfo
No hace falta ser comunicador a sueldo de los poderes económicos
argentinos para preguntarse ¿qué paso? El espacio partidario nacional, a veces
popular, se dedicó a golpearse a sí mismo con internas que duraron casi cuatro
años. Por el contrario, el gobernador de la provincia de Buenos Aires se dedicó
a gestionar un espacio tan complejo como un país, con 13.110.768 electores
habilitados, el 37,04% del total de los votos nacionales, una pésima realidad
social, económica e institucional heredada del “no gobierno” macrista de María
Eugenia Vidal.
Lo hizo desde su propia campaña en 2015 hasta la mañana misma de su reelección.
Convocó las simpatías
del 44,9% de los electores bonaerenses, casi 20 puntos por encima del 26,6
macrista de Néstor Grindetti o el 24,6 de la mileísta, Carolina
Píparo. Su desempeño hizo que Massa llegara a 42,9% de votos y subiera varios
puntos en el conjunto del país, los necesarios para imponerse con comodidad. De
manera inevitable, instaló su figura y su conducción en el futuro de cualquier
instancia institucional o electoral del espacio nacional y popular.
Macri, Milei y la motosierra del terror
Junto a los aspectos
positivos de la gestión bonaerense y a las medidas del ministro Massa, también
hubo errores forzados y no forzados en el espacio liberal. Ante todo, la miopía
provocada por la autosuficiencia de Mauricio Macri: cuando Horacio Rodríguez
Larreta se imponía naturalmente como candidato liberal, con gestión y
diferenciado de los dislates “libertarios”, exigió una interna con una
impresentable Patricia Bullrich. Una vez que desplazó al intendente porteño, se
dedicó a limar a la ganadora de su PASO,
seducido por un Milei que decía las barbaridades que él hubiese querido
expresar y no se atrevió a decir.
Con el mismo rumbo, el pírrico ganador de las primarias se
autoinfligió heridas irreversibles para la primera vuelta y, muy probablemente,
para la definitiva. Ante todo, le mostró a sus seguidores distraídos,
desgastados por años de frustraciones y entusiasmados por sus exabruptos contra
“la casta” que, detrás de sus gritos desaforados hay políticas concretas de
empobrecimiento mayúsculo, con privatización de la salud y la educación, con
dolarización de la economía que deje al país al desamparo de los buitres, con
obra pública transferida a los grandes grupos económicos y destrucción del
proceso de desarrollo tecnológico argentino; con libre portación de armas y
negación de la existencia del calentamiento global y de las consecuencias ya
irreversibles de la tragedia climática; con venta libre de órganos, derogación
de la Ley de interrupción legal, segura y gratuita del embarazo y la educación
sexual integral (ESI); con un hipermercadismo que justifica hasta la venta de
niños; con desprecio por la reivindicación nacional de soberanía sobre las
Malvinas y las islas del Atlántico Sur usurpadas por Inglaterra. Junto a este
rosario de medidas neoliberales, se apoya en una candidata a vicepresidenta
negacionista del terrorismo de Estado de la última dictadura cívico-militar, a
cuyos protagonistas reivindica, y de la existencia de 30 mil
detenidos-desaparecidos en la Argentina.
Si le faltaba echarse nafta encima, a sus insultos contra el
“Papa Argentino”, sus equipos sumaron el planteo de romper relaciones con el
Vaticano. Bien sabe Aníbal Fernández el costo que tiene granjearse la enemistad
de los curas de barrio, esa red con una capilaridad sin igual, haciéndote
campaña en contra.
Que la tortilla se vuelva
Cuando había olor a casi todo perdido con un gobierno que no
supo gestionar la pésima herencia recibida ni poner los puntos en el escenario
punitivo internacional por el regalo irregular de decenas de miles de millones
de dólares a Macri por parte del FMI de Donald Trump, convertidos en una deuda
externa impagable y destructiva de cualquier posibilidad nacional, además de
generadora de una inflación de terror, alentada por desestabilizadores
financieros —amigos de Macri y Milei— y de las grandes corporaciones, y
formadores de precios, la lluvia de votos amainó el incendio.
El domingo a media noche millones de personas sintieron que el
estómago les volvía a su lugar y que el oxígeno empezaba a llenar los pulmones
de su angustia. El peronismo ganaba, una vez más, una batalla que tenía
perdida. Una batalla, la primera de una guerra ya instalada en el país, entre
el liberalismo antiestatista y las banderas nacionales y populares de la
producción con inclusión social, la participación activa del Estado, el respeto
por el pacto democrático, como querrían los 30.000, que ni uno menos son.
Solo un proceso de unidad nacional con un plan estratégico de
construcción de ese modelo, lograrán generar el espacio para dar la pelea
después de este fin de ciclo de la política argentina. Por el momento es tiempo
de asombro festivo, que cada paso adelante, cada freno a la barbarie, también
son imprescindibles.
Fuente: https://avionnegro.com.ar