Aquella
noche, la Vicepresidenta llegaba en auto a su residencia, escoltada por cuatro
efectivos de la Policía Federal vestidos de civil. Al descender fue
rodeada por una multitud de la que segundos después emergió un brazo blandiendo
una pistola Bersa Thunder. El proyectil no salió y de milagro no
ocurrió el hecho más grave desde la restauración democrática.
Fue como si todos los acontecimientos de casi cuatro décadas –que
arrancaron al finalizar la última dictadura– hubieran transcurrido con el único
propósito de confluir en ese preciso momento: las 20:51 del 1º de septiembre de 2022.
Desde entonces ha transcurrido exactamente un año. Pero el trasfondo de lo
sucedido –tal vez el hecho más grave desde la restauración democrática–
sigue oculto tras los pliegues de un encubrimiento multidireccional.
La pistola Bersa Thunder calibre 32 de
Sabag Montiel.
Bien vale entonces empezar a reconstruir su coreografía.
Aquella noche, cuando las estrellas se encendían en un cielo tan negro y denso
que parecía de metal, la vicepresidenta de la Nación, Cristina Fernández de
Kirchner, llegaba a su residencia, en la esquina de Uruguay y Juncal, del
barrio de Recoleta, a bordo de un automóvil blanco, secundado por otro
con cuatro efectivos de la Policía Federal vestidos de civil. Ella
venía de encabezar una sesión del Senado.
Al descender fue rodeada por una multitud.
Hacía casi un mes que ese gentío se concentraba diariamente allí, luego
de que un fiscal federal, el doctor Diego Luciani, iniciara, con un exagerado
histrionismo, su alegato en la denominada “Causa Vialidad” (sobre
presuntos desvíos hacia empresarios amigos de contratos referidos a la obra
pública en la provincia de Santa Cruz, entre 2003 y 2015).
CFK era la principal procesada.
Lo cierto es que, en los tres años que llevaba aquel juicio, sus abogados habían destrozado, punto por punto, la acusación.
Pero, pasado el mediodía del 22 de agosto, tras aclararse la voz con un trago de agua, Luciani clavó los ojos en la cámara, antes de soltar:
“En función a lo expuesto, esta parte solicita que se condene a Cristina Elisabet Fernández (su nombre de soltera) a la pena de 12 años de prisión e inhabilitación especial para ejercer cargos públicos”.
Esa frase bastó para tornar más tumultuosa la romería en los alrededores del hogar de la aludida.
Así fue que, diez días después, faltando tres segundos para las 20:51, aquella mujer, envuelta por la muchedumbre junto al vehículo blanco, repartía saludos y hasta llegó a firmar algunos ejemplares de su libro, “Sinceramente”.
Fue cuando, de pronto, emergió delante de su rostro una mano con una pistola Bersa Thunder calibre 32 para gatillar dos veces. Pero sin fogonazos ni estruendos. Los proyectiles no habían salido del arma.
En ese instante, la escena se congeló.
Tal imagen, captada con la cámara de un celular, dio la vuelta al mundo. Era el primer fotograma de una historia hecha con fragmentos.
La noche del chacal
Hubo un segundo video, obtenido por un
camarógrafo de la Televisión Pública (TVP), que exhibía el asunto desde un ángulo
más lejano, a manera de continuación del otro.
Ahí se lo ve al tirador –un individuo con gorra de lana negra y barbijo blanco–
ya capturado por algunos manifestantes. Ese registro fue también emitido
por el canal de cable TN. Y en aquella oportunidad, una voz en off --muy
parecida a la del periodista Nelson Castro– resumió su visión al respecto con
solo tres palabras: “Falló la seguridad”.
Pues bien, si algo enseña la Historia es que cualquiera puede matar a
las personas más poderosas del planeta.
Eso, por caso, lo supo en carne propia el archiduque Francisco Fernando
de Austria, al ser asesinado en Sarajevo –con dos disparos a quemarropa–
por el separatista bosnio Gavrilo Princip el 28 de junio de 1914, comenzando
así la Primera Guerra Mundial.
Eso también lo llegó a comprender John F. Kennedy en Dallas
(1963) o Indira Gandhi en Nueva Delhi (1984) o Isaac
Rabin en Tel Aviv (1995), entre otros jefes y jefas de Estado en
actividad o con mandato cumplido.
Claro que a tales episodios se le agregan algunos magnicidios fallidos,
como los de Juan Pablo II y Ronald Reagan (ambos en 1981). Cabe
destacar que el Sumo Pontífice fue herido por Mehmet Ali Ağca. Y el presidente
norteamericano, por un tal John Hinckley Jr. El primero era un sicario turco al
servicio de “Los Lobos Grises”, un grupo de extrema derecha con base en Estambul;
el otro era apenas, un súbito cuentapropista del terror.
¿Acaso el perfil del atacante de CFK coincide con esta tipología?
Lo cierto es que los medios más importantes del país y un vasto sector de la oposición política, muy en sintonía con el juzgado a cargo de la pesquisa del hecho, adhieren a semejante idea: tanto el plan como su ejecución fueron obra de tres personajes: Fernando Sabag Montiel (el frustrado tirador), Brenda Uliarte (su apoyo en el escenario del asunto) y Nicolás Carrizo (en carácter de partícipe secundario). De modo que la hipótesis de los “loquitos sueltos” bastó para que la jueza federal María Eugenia Capuchetti y el fiscal Carlos Rívolo elevaran así la causa a juicio oral.Sin embargo, desde aquel 1º de septiembre en adelante, comenzó a salir a la luz un vendaval de hechos y circunstancias que derrumban con estrépito la antojadiza simpleza de esa creencia.
Claro que de dicho desplome no son ajenos ciertos personajes del poder real atrapados en las hendijas de lo sucedido, y puestos debidamente en foco por los abogados querellantes José Manuel Ubeira y Marcos Aldazabal. En resumen, la verdad jurídica y la verdad histórica corren en esta trama por carriles diferentes.
El mundo es un pañuelo
Brenda Uliarte y Fernando Sabag Montiel, dos
"libertarios" de armas tomar.
Desde luego que la fortaleza del encubrimiento depende del pacto de
silencio entre sus protagonistas. Pero nada es eterno. Tanto es así
que acaba de suceder algo que no mereció la atención de la prensa: Uliarte hará
en unas semanas la ampliación de su indagatoria para señalar a un
allegado al diputado del PRO, Gerardo Milman, por haber organizado la
presencia de provocadores frente al domicilio de CFK en las tardes previas al
atentado, a cambio de seis mil pesos diarios por cabeza. Así lo
aseguró su abogado, Carlos Telleldín.
¿Acaso la novia de Sabag Montiel quiere arrastrar en su desgracia a sus
presuntos mandantes? ¿Qué hará al respecto la dupla Capuchetti-Rívolo?
El asunto, por cierto, reactualiza la famosa frase de Milman –“Cuando
la maten yo estaré en la costa”–, declamada, apenas dos días antes del
intento de magnicidio, al oído de sus dos asesoras: la ex Miss Argentina y ex
directora de la Escuela de Inteligencia del Ministerio de Seguridad macrista, Carolina
Gómez Mónaco, e Ivana Bohdziewicz. Fue una embarazosa predicción que
quedó a mitad de camino.
¿Y el borrado de sus teléfonos celulares, efectuado por un especialista en la
materia en un local de Patricia Bullrich?
¿Y el vínculo societario –en un salón de belleza– entre Gómez Mónaco y la
productora de Crónica TV, María Mroue, quien –junto a la panelista
de esa señal, Delfina Wagner– supieron realizar, en el invierno de
2022, dos móviles callejeros en los que Uliarte, acompañada por Sabag Montiel,
despotricaba contra los planes sociales?
¿Y la cercanía de Wagner –una comunicadora de extrema derecha– con la
señora Ximena de Tezanos Pinto –la vecina fascista de CFK–, quien en la
actualidad la aloja en su hogar, además de haber recibido allí a dos
integrantes de la “orga” Revolución Federal (Leonardo Sosa y Gastón Guerra)
cuando el ataque de Sabag Montiel estaba por consumarse?
¿Y el lazo de su líder, Jonathan Morel, con la omnipresente Wagner?
¿Y la supuesta financiación de esa falange por parte de Rossana Caputo (hermana
del ex ministro macrista, Luis Caputo, y prima de Nicolás, el amigo del alma de
Mauricio Macri), mediante la compra fingida de muebles en gran escala para un
hotel en la Patagonia?
Este tema salió a la superficie en el expediente sobre las actividades de Revolución
Federal, instruido por el juez Marcelo Martínez de Giorgi, y que la doctora
Capuchetti se niega a unificar con el del atentado. En fin, mal que a ella
le pese, el mundo es un pañuelo.
A esta red de coincidencias, diríase, sociales se le suma un
episodio no debidamente valorado: la súbita represión, efectuada el 27 de
agosto del año pasado, por la Policía de la Ciudad a manifestantes
kirchneristas en la esquina de Uruguay y Juncal. Los mastines humanos
desplegaron vallas y vehículos hidrantes, apalearon y detuvieron gente,
además de filmar a la multitud, entre la cual se encontraban el gobernador
bonaerense Axel Kicillof, el ministro del Interior, Wado de Pedro y el diputado
Máximo Kirchner. Ello ocurrió poco antes de que apareciera la
vicepresidenta.
Al respecto, cabe refrescar un dato que surge de un mensaje enviado por
Sabag Montiel a su novia: el ataque a CFK estaba originalmente pautado para
la tarde de ese sábado, pero él decidió posponerlo, dado que lo inquietaba un
camión con cámaras de C5N.
De tal vicisitud surge un interrogante: ¿acaso, a sabiendas del plan en
curso, la policía larretista habría tenido la intención de facilitarlo,
convirtiendo aquella esquina en una “zona liberada”?
Esa represión fue dispuesta personalmente por el ministro de Seguridad porteño,
Marcelo D’Alessandro.
En términos cuantitativos, el esclarecimiento de tal hecho en particular es
apenas una de las 37 medidas de prueba –sobre 42 solicitadas por Ubeira y
Aldazabal– que la magistrada y el fiscal se niegan a dar curso.
Pues todo tiende a indicar que, desde aquel vidrioso 1º de septiembre, el acto
de matar (o su tentativa) se convirtió en la etapa superior del
“lawfare”.
Fuente: Telam