En Argentina nací, tierra del
Diego y Lionel,
Así
empezaba yo alguna vez, alguna nota sobre discapacidad, de alguna revista donde
escribía una columna semanal sobre temas de salud pública, de raigambre social
y de opinión política. Porque lo sanitario, lo social y lo político son una
tríada ideológica tan contundente como inseparable, si pretendemos hablar de
calidad de vida desde un concepto holístico, integral y sistémico. Así que, en
esta oportunidad, me plagio a mí misma, transpirada, no inspirada, en el
intento de abrir este debate nuevamente.
Ese que
quedara plasmado en otra nota que generosamente me publicara la Gaceta el 27 de
enero de 2019 y que se llamaba “Los Costos de la Diferencia”, por lo que vuelvo
a plagiarme, esta vez me copio el título y el inicio de esa columna para contar
que entre una situación y la otra, “sólo” pasaron cuatro años, dos procesos
electorales, una pandemia y una copa del mundo. Pero la invisibilización de los
problemas que aquejan a las personas con discapacidad siguen siendo las mismas,
aunque cambien los gobiernos. “Porque a nadie le importa, má”, dice mi hijo
menor mientras engulle mis célebres bombas de papa.
“Mi hijo Leo me habilitó para hacer pública
su historia seguramente en el intento de ponerle voz a las historias de tantos
como él y porque es consciente de que no todos los papás y las mamás tienen las
energías para poder, empuñando el dolor y la impotencia, transformarlos en
verdades testimoniales y sanadoras a través de la denuncia pública. Leo es el
menor de cuatro hermanos, tiene 25 años, es periodista deportivo como tantos
otros y tiene una condición que lo distingue de la mayoría: es “discapacitado”
(una parálisis cerebral por complicaciones en el último mes de embarazo le
ocasionó una severa discapacidad motora que lo obliga a caminar con dos
bastones canadienses). Pero goza de un privilegio que tienen muy pocos: tuvo y
tiene todas las oportunidades. Y gracias a ellas, por estos tiempos está
alcanzando la meta soñada desde siempre: su autonomía e independencia para
vivir. Vivir… si pudiésemos pensar en la maravilla que es conjugar el verbo
vivir e inmediatamente transformarlo en sustantivo, estaríamos haciendo
posibles los objetivos de todos los hogares y de todas las Organizaciones de la
Sociedad Civil que luchan por la inclusión y que defienden los derechos de las
personas en condición de discapacidad. Porque resulta sustantivo que el lema
del INADI no sea sólo una expresión de anhelo: “Todas las personas tenemos
derecho a desarrollar nuestras actividades y a tener una vida plena, más allá
de cualquier condición física o mental”, sino que represente la obligación
indelegable del Estado de garantizar ese derecho”.
Desde que se conoció la noticia, un país
entero empezó a deleitarse con la idea de ver dos veces de cerca (en la capital
del país y en la madre de ciudades) a quien nos brindara la única alegría de
los últimos tiempos: un equipo deportivo que no sólo nos consagrara campeones
del mundo por tercera vez en la historia del fútbol, sino que nos regalaba ese
triunfo en uno de los momentos socioeconómicos y políticos más críticos que le
tocara (y que le sigue tocando) atravesar a la sociedad toda.
Por primera vez, en apenas un poquito más de dos horas por una hermosa ruta, los tucumanos pudieron llegarse a ver el amistoso de nuestra selección contra Curazao y recibir de premio siete goles que seguramente enronquecieron a todos los afortunados que estaban en la cancha. Entre ellos, mi hijo menor, Leo.
Como
saldo de esa epopeya futbolera, pasión de multitudes, quedó flotando en todos los
medios, una sola crítica y de índole musical, porque el himno nacional en la
versión de violín del maestro Garnica y en la voz de los Manseros Santiagueños
no conformó a algunos. Pero nada se dice de la hazaña de un tucumano anónimo
que tuvo que caminar 30 cuadras a bordo de sus bastones canadienses, ante la
mirada impiadosa de un puñado de “agentes del orden” que repetían que tenían
órdenes de no dejar pasar a ningún auto por esas calles cerradas. Y la imagen
de un hombre de 29 años extenuado, parando a cada rato “por culpa” de su muy
importante (y muy notoria) discapacidad motora, para poder llegar a las
instalaciones del estadio y ver el partido con sus amigos, no constituye una
noticia, no existe. “Porque a nadie le importa, má”.
La falta de empatía de los responsables de la
organización del evento no contó con que la fuerza de su deseo y de su
fanatismo, algo de su vocación profesional, pero indudablemente el tamaño de
sus cojones, iban a lograr ayudarlo a llegar, tan agotado como feliz, a ver jugar
a sus ídolos.
Que las reglas están hechas para cumplirse,
parece a estas alturas una verdad de perogrullo, que toda regla admite su
excepción también, pero que no hay ninguna regla en el planeta que no amerite
ser interpretada con pensamiento crítico para determinar cuándo corresponden
las excepciones (que confirman esa regla) no pareciera ser un concepto de
dominio público. Los policías y el personal de seguridad del predio, la AFA,
Infantino o Zamora (o quien fuera) dispusieron que las arterias adyacentes
debían permanecer cerradas y que el acceso era peatonal. Y está perfecto.
Ahora… ¿una ambulancia no debería haber podido pasar? Seguramente sí. Como
debió haber podido pasar el vehículo que transportaba a un joven cuya autonomía
de movimiento ronda entre las 6 o 7 cuadras sin que su anatomía sufra un
profundo resentimiento al padecer una tan severa dificultad en sus miembros
inferiores. Porque se trataba de una persona con discapacidad que fue visto
pasar por un puñado importante de “servidores” que no tuvieron la mínima
consideración por su condición. Ni siquiera la advertencia de procurar
conseguirle una silla de ruedas, la misma que no advirtiera él de llevar porque
“nunca supuse que no me dejaran pasar, mamá, si pasaba un montón de autos por
las calles”.
Y sí… pasaron un montón de autos, como pasan
cosas mucho más graves que esta anécdota contada en tercera persona, pero
sentida en la primera del singular por una mamá. Porque la satisfacción de
llegar a cualquier costo al estadio era de él, pero la impotencia que
estrangula y sólo se atenúa compartiéndola, es mía. “A nadie le importa, má”.
No se lo dije porque no hace falta, pero
inmediatamente después de escucharlo “sacarse el entripado” (luego de una
semana de ocurrido el triste episodio), me seco las manos en el delantal y me
vengo rapidito a la computadora, mientras él sigue engullendo mis célebres
bombas de papa.
Porque él sabe que a mí sí que me importa.