LOS COSTOS DE LA DIFERENCIA

 

Imagen solo ilustrativa - Escribe Rosana Herrera de Forgas - Especialista en Calidad de Vida en Relación a la Salud

En Argentina nací, tierra del Diego y Lionel,

de los pibes de Malvinas que jamás me olvidaré…

 “A veces la inspiración se me presenta vestida de gala y me invita a danzar con ella un adagio lujurioso en el teclado que sucumbe a mis pies, fascinado ante el erotismo de las palabras que trae entre sus brillos. Otras veces, de overol, tengo que salir a buscarla y encontrarla entre el variado menú de situaciones que se viven en una realidad por demás vertiginosa y agobiante. Y es cuando tengo que laburarla y sudarla para elegir el tema que más le calce a mi talle...”

Así empezaba yo alguna vez, alguna nota sobre discapacidad, de alguna revista donde escribía una columna semanal sobre temas de salud pública, de raigambre social y de opinión política. Porque lo sanitario, lo social y lo político son una tríada ideológica tan contundente como inseparable, si pretendemos hablar de calidad de vida desde un concepto holístico, integral y sistémico. Así que, en esta oportunidad, me plagio a mí misma, transpirada, no inspirada, en el intento de abrir este debate nuevamente.

Ese que quedara plasmado en otra nota que generosamente me publicara la Gaceta el 27 de enero de 2019 y que se llamaba “Los Costos de la Diferencia”, por lo que vuelvo a plagiarme, esta vez me copio el título y el inicio de esa columna para contar que entre una situación y la otra, “sólo” pasaron cuatro años, dos procesos electorales, una pandemia y una copa del mundo. Pero la invisibilización de los problemas que aquejan a las personas con discapacidad siguen siendo las mismas, aunque cambien los gobiernos. Porque a nadie le importa, má, dice mi hijo menor mientras engulle mis célebres bombas de papa.

“Mi hijo Leo me habilitó para hacer pública su historia seguramente en el intento de ponerle voz a las historias de tantos como él y porque es consciente de que no todos los papás y las mamás tienen las energías para poder, empuñando el dolor y la impotencia, transformarlos en verdades testimoniales y sanadoras a través de la denuncia pública. Leo es el menor de cuatro hermanos, tiene 25 años, es periodista deportivo como tantos otros y tiene una condición que lo distingue de la mayoría: es “discapacitado” (una parálisis cerebral por complicaciones en el último mes de embarazo le ocasionó una severa discapacidad motora que lo obliga a caminar con dos bastones canadienses). Pero goza de un privilegio que tienen muy pocos: tuvo y tiene todas las oportunidades. Y gracias a ellas, por estos tiempos está alcanzando la meta soñada desde siempre: su autonomía e independencia para vivir. Vivir… si pudiésemos pensar en la maravilla que es conjugar el verbo vivir e inmediatamente transformarlo en sustantivo, estaríamos haciendo posibles los objetivos de todos los hogares y de todas las Organizaciones de la Sociedad Civil que luchan por la inclusión y que defienden los derechos de las personas en condición de discapacidad. Porque resulta sustantivo que el lema del INADI no sea sólo una expresión de anhelo: “Todas las personas tenemos derecho a desarrollar nuestras actividades y a tener una vida plena, más allá de cualquier condición física o mental”, sino que represente la obligación indelegable del Estado de garantizar ese derecho”.

Desde que se conoció la noticia, un país entero empezó a deleitarse con la idea de ver dos veces de cerca (en la capital del país y en la madre de ciudades) a quien nos brindara la única alegría de los últimos tiempos: un equipo deportivo que no sólo nos consagrara campeones del mundo por tercera vez en la historia del fútbol, sino que nos regalaba ese triunfo en uno de los momentos socioeconómicos y políticos más críticos que le tocara (y que le sigue tocando) atravesar a la sociedad toda.


Por primera vez, en apenas un poquito más de dos horas por una hermosa ruta, los tucumanos pudieron llegarse a ver el amistoso de nuestra selección contra Curazao y recibir de premio siete goles que seguramente enronquecieron a todos los afortunados que estaban en la cancha. Entre ellos, mi hijo menor, Leo.

Como saldo de esa epopeya futbolera, pasión de multitudes, quedó flotando en todos los medios, una sola crítica y de índole musical, porque el himno nacional en la versión de violín del maestro Garnica y en la voz de los Manseros Santiagueños no conformó a algunos. Pero nada se dice de la hazaña de un tucumano anónimo que tuvo que caminar 30 cuadras a bordo de sus bastones canadienses, ante la mirada impiadosa de un puñado de “agentes del orden” que repetían que tenían órdenes de no dejar pasar a ningún auto por esas calles cerradas. Y la imagen de un hombre de 29 años extenuado, parando a cada rato “por culpa” de su muy importante (y muy notoria) discapacidad motora, para poder llegar a las instalaciones del estadio y ver el partido con sus amigos, no constituye una noticia, no existe. “Porque a nadie le importa, má”.

La falta de empatía de los responsables de la organización del evento no contó con que la fuerza de su deseo y de su fanatismo, algo de su vocación profesional, pero indudablemente el tamaño de sus cojones, iban a lograr ayudarlo a llegar, tan agotado como feliz, a ver jugar a sus ídolos.

Que las reglas están hechas para cumplirse, parece a estas alturas una verdad de perogrullo, que toda regla admite su excepción también, pero que no hay ninguna regla en el planeta que no amerite ser interpretada con pensamiento crítico para determinar cuándo corresponden las excepciones (que confirman esa regla) no pareciera ser un concepto de dominio público. Los policías y el personal de seguridad del predio, la AFA, Infantino o Zamora (o quien fuera) dispusieron que las arterias adyacentes debían permanecer cerradas y que el acceso era peatonal. Y está perfecto. Ahora… ¿una ambulancia no debería haber podido pasar? Seguramente sí. Como debió haber podido pasar el vehículo que transportaba a un joven cuya autonomía de movimiento ronda entre las 6 o 7 cuadras sin que su anatomía sufra un profundo resentimiento al padecer una tan severa dificultad en sus miembros inferiores. Porque se trataba de una persona con discapacidad que fue visto pasar por un puñado importante de “servidores” que no tuvieron la mínima consideración por su condición. Ni siquiera la advertencia de procurar conseguirle una silla de ruedas, la misma que no advirtiera él de llevar porque “nunca supuse que no me dejaran pasar, mamá, si pasaba un montón de autos por las calles”.

Y sí… pasaron un montón de autos, como pasan cosas mucho más graves que esta anécdota contada en tercera persona, pero sentida en la primera del singular por una mamá. Porque la satisfacción de llegar a cualquier costo al estadio era de él, pero la impotencia que estrangula y sólo se atenúa compartiéndola, es mía. “A nadie le importa, má”.

No se lo dije porque no hace falta, pero inmediatamente después de escucharlo “sacarse el entripado” (luego de una semana de ocurrido el triste episodio), me seco las manos en el delantal y me vengo rapidito a la computadora, mientras él sigue engullendo mis célebres bombas de papa.

Porque él sabe que a mí sí que me importa.

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