Trump, un tuitero con botón nuclear |
Escrito por Alejandro Kaufman
Un rasgo destacable de algunas intervenciones
suscitadas por las restricciones impuestas por las redes sociales a las cuentas
de Donald Trump es la banalidad con que se da por sentado que todas las
personas venimos a ser usuarias de las redes de manera igualitaria y
equivalente. Una versión degradada, democratista y boba de la ciudadanía, ahora
definida por la habilitación a decir o mostrar cualquier cosa en las
plataformas digitales sin otras restricciones que al tráfico de drogas, armas,
pedofilia o incitaciones obvias a la violencia.
No es un problema de sistemas automatizados
por algoritmos carecientes (todavía, dicen) de capacidades lingüísticas
plenamente humanas, portadoras de instrucciones tontas, razón por la cual la
censura legítima o legitimada resultaría torpemente violenta e ineficaz. Lo
mismo sucedía con la censura aplicada por agentes destinados a tal efecto
porque el uso del lenguaje solo puede ser correspondido por el propio uso del
lenguaje bajo formas conversacionales, de manera circular.
El propósito de intervenir de otra manera
ante la palabra pública se llama violencia, de la cual la censura es una forma
perteneciente a épocas pretéritas y sin ninguna vinculación con lo que sucede
en las redes. En otras épocas, hasta no hace mucho, y aun en algunos países que
no son los nuestros de los que nos ocupamos, la censura era una intervención
activa sobre el discurso consistente en suprimir aquellos enunciados que no se
ajustaran a un programa conceptualmente determinable. Aun así, los resultados siempre
fueron grotescos y lindantes con el ridículo, porque es errado el propósito de
imponer un programa ideológico y pretender luego controlarlo de manera
coercitiva. Todos los proyectos que históricamente intentaron tales acciones
son materia del olvido, es decir, de la memoria histórica de crímenes,
desapariciones y exilios, o de una actualidad brutal donde la mala fortuna les
otorga renovadas condiciones.
Las formas actuales de vincularse el poder
con el discurso no consisten en ajustar un núcleo aprobado desde una cumbre
para imponerlo a la sociedad. Eso no sucede más. Cuando hablamos de censura
reproducimos con esa designación un residuo de épocas pasadas y lo aplicamos a
acontecimientos de diversa índole, de un modo más bien metafórico, como cuando llamamos
navegación al uso de la web. No hay tempestades ni corrientes marinas ahí.
En nuestros días, la relación entre poder y discursos consiste en
administrar espacios simbólicos de inclusión y exclusión, de selección y
competencia, de estratificaciones y precios, de “visibilización” o de
“invisibilización”, que se rigen por criterios heterogéneos, eventualmente
implícitos bajo modalidades de sentido común establecido, y que dan lugar
entonces a debates sobre las regulaciones o criterios en juego.
En otras palabras, y para dar un ejemplo… Un
nuevo canal de TV, de noticias, recientemente inaugurado en nuestro país,
exhibiría probablemente la censura más extrema -si ese término cupiera- sobre
los estereotipos con que compone su pantalla. Los rostros, cuerpos, edades,
actitudes y dicciones se limitan a un exiguo grupo con exclusión de toda otra
variante, de una manera decididamente calificable como políticamente incorrecta
para los criterios vigentes en términos de derechos humanos y convivencia. (La
expresión “corrección política” ha sido tan denostada que solo nos evoca su
detracción.) ¿Es esto censura? Lo llamamos así porque hemos derivado el
concepto al modo actual de incluir y excluir sin advertir las diferencias con
las formas del pasado a las que se aplicaba la palabra. Este canal de TV no
persigue a quienes no se ajustan al modelo estereotipado restringido con el que
compone la pantalla, no les va a buscar a sus domicilios a la madrugada para
internarles en campos de concentración, ni alberga proyectos exterminadores o
deliberadamente disciplinarios. No hay un estado con una policía política que
patrulle las mentes. Sin embargo, también cuando decimos “censura” pensamos que
ese canal contribuye indirectamente a socavar al movimiento de mujeres y disidencias,
no por lo que dice, sino por cómo compone su propia formulación, su imagen, su
estética y su retórica. Lo sabremos responsable entonces de la opresión de
género y de discriminación sexista y racista.
Nos confunde el pensar que ese modo de
proceder pueda tener afinidad con las modalidades ideológicas del pasado o con
la vigencia de un patriarcado que se autorreproduce del modo en que ese canal
procede. El canal alegará su sujeción a la ley en cuanto a sus agendas y
enunciados, en tanto que las luchas emprendidas por las mareas verdes deberán
seguir su largo camino. El reproche al canal de TV no reside en que censure del
modo en que lo hacían las dictaduras, sino en cómo construye un discurso que es
objetable por los movimientos emancipatorios.
Las redes sociales intentan administrar
criterios de convivencia minimalistas. Su fracaso no reside en equívocos sobre
cómo regular, sino en un problema que concierne a su naturaleza estructural. Se
trata de arquitecturas que pretenden -suponen- que todas las personas
se comuniquen a la vez con todas las personas. Pretenden
incluir a toda la población mundial, a todas las lenguas y a todas las edades,
géneros y pareceres. Quieren erigir una torre de Babel para alcanzar el cielo
de un esperanto mundial inexistente, imposible e indeseable. La idea misma de
que algún significado pueda ser comprendido y compartido por toda la población
mundial es inocente, disparatada y finalmente alberga el mal que solo puede
inferirse de una bondad inocente, ingenua y en el fondo perversa.
Este es el verdadero problema, que tan solo
se ahonda cuando hablamos de Trump
como si fuera un usuario de redes, un tuitero como cualquier otro al que censuraron.
Y a continuación seguimos sobre las reglas de juego de twitter internándonos en
una conversación cada vez más absurda y fútil frente a lo real de la
vida política y social.
Trump pertenece, digamos con ironía, a una
short list de tuiteros, creo que en este momento son todos varones, que
disponen del llamado “botón nuclear”. Trump nos hizo saber (de un modo que se
llama “amenaza” o “intimidación”) que tiene inconvenientes para pasarle ese
botón a su sucesor. Tal circunstancia concerniente a Estados Unidos, a su
política interna, y a que tal política en particular se articula con un puñado
ínfimo de países poseedores de ese mismo botón, convierte a cualquier debate
sobre “twitter” en un intercambio grotesco de enunciados vacíos. Recordemos que
él ya había dicho en twitter, en un mensaje dirigido a Corea del Norte, que “el
suyo es más grande”, en abierta amenaza nuclear. Con esto sería suficiente para
calificar sus acciones en las redes, pero no lo es. Lo decisivo es qué más hizo
en las redes: hacerse pasar por un usuario común para que se le adhieran
multitudes dispuestas a subordinarse a un liderazgo carismático totalitario,
para lo cual la primera condición es un supuesto falso de condición plebeya por
parte de ese tipo de liderazgo, conjugada con el hecho de que desdeñó los
canales institucionales e incluso la propia cuenta que twitter asigna al presidente.
En el caso de Trump, el uso plebeyo de las
redes para que las multitudes se identifiquen con él es del todo opuesto al
caso de gobernantes y gobernantas o ex gobernantas que usan las redes de modo
plebeyo en favor de las multitudes ante los monopolios mediáticos que impiden o
tergiversan sus palabras. Trump aduce ese argumento contra los grandes medios
por las razones opuestas en relación a las multitudes. Actúa del modo fascista,
que es imitativo de las prácticas emancipatorias de masas. El fascismo las
emula con la pretensión de distinguirse del terror blanco. El poder de las
redes no se manifiesta cuando censuran a Trump sino cuando le sirven. El hilo
conductor de las acciones trumpistas nos remite a las diversas modalidades del
fascismo y su linaje de totalitarismos y coacciones que han conseguido hacerse
del poder por vías inicialmente legítimas para al final cerrar el círculo de
los despotismos. La agresión contra el Capitolio fue el corolario revelador
para quien antes no lo hubiese advertido.
La catadura de esas personas, los símbolos
que ostentaron y la forma en que se condujeron dieron lugar a una situación
singular que debe ser tratada en su especificidad. Si las redes se mantuvieran
prescindentes ante tal ataque intimidatorio y amenazante asumirían una
complicidad que decidieron declinar. La situación era urgente e incierta.
Analizarla como un problema jurídico regulatorio puede ser también necesario,
pero está muy lejos de adecuarse a lo que requiere ser pensado. Insistiría en
lo siguiente: Trump no es un usuario, sino un presidente de los Estados
Unidos que puso en crisis la legitimidad de su cargo, que resulta amenazante e
intimidatorio, y que ha hecho un uso indebido de las redes. Es una cuestión
política que requiere un abordaje afín y congruente, y que es muy fácil
de deslindar: las decisiones que se le aplicaron remiten a usuarios con botón
nuclear, de los cuales solo algunos son usuarios de redes, ¿tres o cuatro? No
es la ocasión de ponernos en el lugar de personas usuarias para discutir todo
lo que sea necesario en el marco adecuado que siempre conviene exigir con mayor
y denodado esfuerzo conceptual, lejos de las trivializaciones inherentes a la
vida de las redes.
Acertaron quienes advirtieron que la crisis
que arrojó el desenlace del uso trumpista de las redes impondrá un debate
renovado sobre su estatuto y reglas contractuales. Al cerrar las cuentas, en
este caso, las redes reconocieron un papel político que las compromete, y
dieron un paso en la dirección de asumirse como entidades editoriales en lugar
de solo arquitecturas virtuales prescindentes. En el primer caso no se trata de
censura también porque cualquier entidad editorial es tal por su papel
decisorio sobre lo que publica. Ningún medio está obligado a publicar lo que le
soliciten, y esto es porque cualquier ciudadano puede ejercer su derecho a la
expresión por múltiples vías. Esto también sucede con las redes sociales. Si
asumen un papel editorial se les aplica la discrecionalidad atinente a
cualquier medio de comunicación. Si son arquitecturas virtuales -lo son también
o pretenden serlo- hay muchas discusiones que sostener y habría que preguntarse
por sus obligaciones. ¿Acaso medios privados no tienen normas de admisión? Lo
que aquí se plantea no es en favor de las redes sino todo lo contrario: el
debate insustancial sobre la libertad de expresión y la censura les da en forma
implícita un poder absoluto y totalitario a las redes porque supone que si se
cierra una cuenta la persona usuaria queda privada de sus derechos, en lugar de
considerárselo como una decisión privativa de un recurso de comunicación entre
otros. Pero esta enunciación es consecutiva a una cesión de exclusividad a las
redes dada por los usos que hacemos de ellas. La actitud frente a países “no
democráticos” que cierran sus espacios virtuales en las redes es denostada
también como censura en lugar de considerársela como soberanía. Es como si le
imputáramos al New York Times la obligación de publicar no solo lo que le envíe
cualquier ciudadano de su país, sino también cualquier ciudadano chino o ruso.
Trump no sufre ninguna limitación a sus
necesidades de expresión pública, que por otra parte distan de ser “opiniones”
como las que puede enunciar cualquier persona, sino actos de gobierno que han
sido objetados como tales, es decir, han sido contrarrestados en términos de
una acción política en respuesta a sus acciones políticas reprochables por
cualquiera que defienda los valores que se afirma defender con aquellas
críticas. Trump venía usando de manera espuria las redes porque pretendía hacer
pasar por opiniones equivalentes a cualesquiera otras sus publicaciones que
constituían una estrategia de acumulación de poder totalitario, lo cual puso en
evidencia el evento del Capitolio. Esta es una evaluación situacional, es
decir, singular. El debate normativo tiene otra pertinencia. Convertir una
escena política en una discusión regulatoria es lo que resulta banal y
abstracto en este caso. Adopta la forma de una charla moralizante sobre eventos
considerados de manera superficial.
El marco del debate es el requerido por las
prácticas emancipatorias, que no consisten solo en declaraciones y ciertas
acciones, sino también en someter a escrutinio y problematización los discursos
públicos. Los discursos publicitarios de los mercados capitalistas se
entreveran y asimilan a y con las palabras de la emancipación para banalizarlas
y tornarlas susceptibles del equivalente general de los intercambios y la
acumulación del capital. Es por eso que a cada paso, a cada articulación de la
voz se nos oponen los regímenes de presuntas libertades abstraídas del devenir
corpóreo, deseante y de verdad libertario de las multitudes, aun mientras están
subyugadas y su destino es impredecible y utópico. Lo cierto es que toda
iniciativa emancipatoria, como lo es la marea verde, consiste en interpelar las
regulaciones antes que nada, no en obedecer las vigentes ni tampoco en dar
cuenta de nuevas normas, sino en demandar condiciones existenciales liberadas.
Cualquier desenlace normativo es una consecuencia, no una condición de esas
luchas.
Fuente: https://latfem.org/trump-y-sus-cuentas/